Por Rafael Cardona Crónica
El próximo martes, en el Alcázar de Chapultepec, será presentado un libro singular: una edición conmemorativa con la cual la Unión de Expendedores y Voceadores de los Periódicos de México se incorpora a los festejos nacionales con motivo de la reafirmación centenaria y bicentenaria de las revoluciones mexicanas.
En ese volumen, entre otras cosas notables, se publica el primer texto póstumo (al menos conocido por este redactor) de Carlos Monsiváis.
La generosidad del coordinador de la obra, Abelardo Martín, permitió la convivencia de mis letras con los textos del desaparecido cronista y (entre otros) los de Elena Poniatowska, Cristina Pacheco, Jacobo Zabludovsky, Humberto Musacchio, Armando Ramírez, Ricardo Cortés Tamayo y hasta Carlos Fuentes, de quien se usa una frase como epígrafe: “tú, que voceas los periódicos y duermes en el suelo…”.
Con la venia de los lectores, reproduzco el texto con el cual participé en la ya dicha edición:
¡Y eso a usted qué le importa!”, me dijo el jefe de producción del primer periódico donde trabajé. Esas son cosas nuestras.
Mi osadía estaba cifrada en el único dato nunca comprobado por nadie: la circulación de un diario. En aquellos tiempos nadie preguntaba de dónde recibía dinero el PRI; de quién era en verdad un medio de comunicación, cuanto ganaba el Presidente de la República, ni cómo hacían los líderes obreros y gremiales para ser millonarios o diputados o de perdida muy ricos en medio de la miseria de sus agremiados.
Hoy todas esas preguntas se pueden hacer pero las evasivas respuestas siguen siendo las mismas, pero adobadas con supuestos datos de casas muy serias; de institutos verificadores, agencias gringas de relaciones públicas y cosas semejantes.
Un viejo reportero testigo de mis congojas me dijo muy a la suave. “Si de veras quieres saber cómo es el mundo de periodismo, no empieces por arriba, empieza por abajo”.
“¿Quieres saber cómo se controla una edición? ¿Quieres saber cuándo se hace un sobretiro; cuándo una noticia va a reventar las rotativas?”.
“Sí”, le dije.
“Pues habla con los voceadores. Ellos saben todo, ellos miden y pesan el sobrante de los diarios, saben quién infla el tiraje, quién lo vende completo; saben cuáles diarios son nomás un pretexto para facturar, cuáles se dedican al chantaje vil; saben de periodistas, de revisteros balines y de ‘acridios’ infames.
“Ellos son los ojos de la madrugada. Por eso son fuertes, por eso son amigos de los directores y del Presidente de la República, quien año con año los invita a desayunar y carga a uno de los ‘papeleritos’ con un gorro de papel periódico. Hasta parece el mismo niño cada año, como si no creciera.
“Ahí –por muchos años en la Sala de Armas de la Magdalena Mixihuca–, es donde los ungen con el imaginario título del último eslabón de la libertad de expresión, como si la libertad fuera una cadena, pero bueno, es una metáfora, ¿verdad? Usted me entiende. ¡Ah! Y creo que la frase fue de Gustavo Díaz Ordaz o de Echeverría…”.
Desde entonces vi a los voceadores como dueños de un arcano nunca revelado. Me parecían seres misteriosos, poderosos. No los hombres de las esquinas ni aquellos cuyos pasos toreros desafiaban autos y camiones en los cruceros de la tarde con las Últimas Noticias o El Gráfico o La Extra en las manos.
Me parecían una mezcla rara de dueños de la mañana y señores de la última verdad. Sus territorios delimitados por montañas de papel en las calles Iturbide, Artículo 123, Humboldt, Donato Guerra y obviamente el señorío de Bucareli, eran espacios donde la soberbia de los periodistas se estrellaba.
En esas calles vivían, trabajaban y armaban bulla los voceadores, los habitantes del expendio, del despacho. Ellos y sólo ellos sabían la verdad detrás de cada encabezado.
Ya están pidiendo más…”.
Cuando esas palabras se escuchan al pie de la rotativa bufadora con la edición extraordinaria de algo de relevancia verdadera, no una declaración política más, sino una noticia verdadera, un hecho irrepetible, una puñalada en el corazón de los mexicanos como los terremotos del 85 o la muerte de Pedro Infante, por ejemplo (por años cifra mayor de venta en la historia nacional con sus 385 mil ejemplares) o los asesinatos como los de Álvaro Obregón o Luis Donaldo Colosio, los periodistas imprimían más. El termómetro son ellos. Saben cuando el público quiere más y más y más…
Con ellos he aprendido muchas cosas. He pasado noches en sus dominios; he perdido en el dominó y he bebido (palabras de Efraín Huerta) el cuchillo cristal de los vinos baratos; comido tacos de arroz en la colonia de los Doctores, ahí a la vuelta de donde fue El Heraldo de México y he compartido mesa y madrugadas en el Buca-Bar y otros lupanares de extraviada memoria.
También conocí la oficina principesca de uno de sus dirigentes históricos, Don Enrique (no se escribe sin el Don) Gómez Corchado, quien había tapizado la sala con fotografías suyas y de todos los presidentes y hombres poderosos de México y era duro, duro para negociar.
“Vamos a hacer una revista”, me dijo mi amigo Abraham Zabludovsky. “Necesitamos avisarles a Los Pinos y a Gómez Corchado. Si no nos ayuda, estamos hundidos”.
Y ahí fuimos a verlo a su búnker, donde la mesa de juntas servía también para el verde paño del geométrico billar.
Yo les ayudo, muchachos, nomás no hagan pendejadas”.
Quién sabe si las hicimos o no, pero su ayuda siempre estuvo ahí, cosa de la cual ahora no me sorprendo. Cuando uno entiende y respeta a ese gremio, cuando los ha tratado y conocido y ha visto la labor de su fundación y el auxilio solidario entre muchos de ellos y también cuando ha visto sus pleitos internos y su forma macha y recia de hacer política, uno tiene siempre una certeza: son personas de fiar.
Son gente de palabra. Y no necesariamente de palabra escrita. Son voces de papel.
0 comentarios:
Publicar un comentario